RELATOS PANDERETA de TERROR.

EL REFUGIO.


Esta historia tuvo lugar hace ya muchos años, cuando España vivió uno de los peores momentos de su historia. El sin sentido de una guerra entre iguales sumió a la nación en un caos y una pesadilla. Pero la auténtica pesadilla, por mucho que cueste creerlo, aún estaba por desatarse para cuatro jóvenes en busca de refugio.

Era una fría noche de invierno de febrero de 1939, el mercurio había bajado tanto que el mínimo roce con las hojas hacía saltar la escarcha, que empapaba sus desgastadas y estropeadas ropas. Joan, Emilio, Ricardo y Miquel eran cuatro jóvenes que cuando todo se torció, decidieron alistarse en el bando republicano. 

De los cuatro Ricardo era el más identificado con la causa. Joan y Miquel eran hermanos y Emilio era el nieto del alcalde de un pequeño pueblo a las afueras de Barcelona del que provenían. 

Sus familias tuvieron que abandonarlo todo para intentar sobrevivir rumbo a la frontera con Francia, en cambio, los cuatro amigos decidieron no huir y marchar a pie hasta Barcelona, para ayudar en la última defensa de la ciudad.

El viaje era duro y peligroso, ninguno conocía con exactitud si el enemigo les había ganado ventaja o no. Esa noche el cansancio y el frío intenso les obligó a parar a las puertas de un destartalado caserío en mitad del campo. Tras reconocer el terreno y cerciorarse de que no había peligro, decidieron llamar a la puerta esperando a que los dueños les permitieran, como mínimo, pasar aquella noche al calor del fuego. De las ventanas se podía observar luz y de lo alto de la chimenea, el humo de un posible puchero emanaba ligeramente. Alrededor de la misma, una tierra de labranza aparentemente olvidada daba a entender que posiblemente llevaban tiempo sin mucha actividad. 

Una anciana abrió la puerta y tras escuchar sus explicaciones, dejó entrar a los chicos. La mujer se encontraba sola en aquel momento, pues su marido había salido por la mañana en busca de provisiones y su único hijo se había marchado hacía unos meses para alistarse en Barcelona, pero no habían tenido noticias de él desde hacía semanas. La mujer se mostró amable y dejó a los jóvenes calentarse, cambiarse de ropa y cenar un plato caliente. 

Antes de marcharse a dormir, la anciana quiso poner una sencilla regla que debían respetar si querían pasar la noche allí. No merodearían por la casa ni por sus plantas superiores y, por ninguna circunstancia, debían bajar al sótano. Los cuatro aceptaron las condiciones y se dispusieron a pasar la noche en aquel lugar, con la idea de marcharse cuando saliera el sol.

En mitad de la noche algo despertó a los chicos. Fuera de la casa una fuerte tormenta se había desatado y un rayo cayó muy cerca de allí, iluminando el lugar y haciendo retumbar los cristales de las ventanas. A continuación un fuerte grito los terminó por alertar aún más. Ninguno tenía claro de donde provenía, por las ventanas no veían a nadie, aunque tampoco podían asegurar que allí fuera no hubiera alguna persona merodeando alrededor de la casa. Se armaron y prepararon para hacer frente al bando enemigo, ya que sospechaban que podrían haberles descubierto. Fue entonces cuando un leve lamento llegaba de la planta de arriba. Joan se acercó a las escaleras, pero recordó que la anciana les había puesto como condición no subir, por lo que tan solo se limitó a llamar a la mujer para saber que estaba bien. La anciana no contestaba y los lamentos continuaban, no se hacían más intensos, pero a cada minuto que pasaba se hacían sentir en cualquier lugar de la casa. Joan decidió subir armado para inspeccionar la planta de arriba. 

Miquel ocupó el lugar de su hermano al pie de las escaleras. Fue entonces cuando otro rayo cayó y su atronador ruido hizo encogerse a los jóvenes. En medio de ese estruendo de la naturaleza, Miquel aseguró haber escuchado a su hermano en el piso de arriba. Los nervios cada vez estaban más a flor de piel y el desconcierto ya imperaba en aquel pequeño espacio. Miquel llamaba a su hermano sin recibir respuesta, mientras Ricardo y Emilio intentaban vislumbrar algo entre la intensa lluvia de fuera.

Otro rayo parecía haber caído aún más cerca que el anterior y entonces, en mitad de esa luz blanca que iluminó la noche, Emilio gritó: “¡Nos bombardean! ¡Nos bombardean!”. Los tres miraron por las ventanas y pudieron reconocer sombras alrededor de la casa. No lo habían conseguido, se habían confiado y aquello les podía costar la vida. Ricardo gritó que lo único que les quedaba era esconderse en algún recoveco del sótano, a la espera de que no les encontraran. Emilio corrió hasta la puerta que daba a las escaleras que bajaban al sótano, pero Miquel aún seguía preocupado por Joan. “Jo no baixo sense el meu germà!”, fue lo que les respondió ante la incredulidad de ambos.

Cuando Miquel subió a la planta de arriba sintió una extraña sensación de extraña tranquilidad en el ambiente. La tormenta parecía no escucharse, de hecho, la ventana del fondo del pasillo parecía seca. Pese a todo eso, Miquel sentía una gran angustia por no encontrar a Joan. Abrió todas las puertas que fue encontrándose a su paso y lo que se encontraba a cada puerta que abría, eran habitaciones abandonadas y polvorientas, hasta que llegó a la que parecía la de la anciana. Cuando abrió la puerta la luz de una vela al lado de la cama iluminaba una pequeña parte de la habitación. La cama estaba impoluta y bien arreglada, al girarse un viejo tocador con un gran espejo le devolvió el reflejo de su hermano. Joan estaba golpeando el espejo desde el otro lado, aunque sus golpes no sonaban. Su cara era de alguien aterrado que estaba perdiendo los nervios, mientras las lágrimas le caían por sus mejillas. Miquel quedó paralizado leyendo los labios de Joan pidiéndole ayuda, cuando sin apenas posibilidad de reacción, por detrás de Joan asomó el rostro aterrador de aquella anciana, con el pelo suelto y andrajoso que le tapaba la cara. Con su mano derecha que dejaba ver unas uñas largas, amarillentas y afiladas, agarraba el cuello de Joan mientras le degollaba. La sangre brotaba atravesando el mismísimo espejo salpicándolo todo. Miquel que estaba empapado en sangre, cayó al suelo golpeándose en la cabeza con la pared. Al mirar de nuevo a ese espejo nada extraño parecía reflejarse. Miquel que llevaba su fusil amarrado al cuerpo, salió de la habitación arrastrándose prácticamente hasta las escaleras, las cuales bajó rodando hasta golpearse de nuevo contra la pared. 

En la planta baja le esperaba Emilio que le preguntó por Joan. De nuevo el sonido de la intensa tormenta y lo que parecían bombardeos asediándolos, se hacían notar en un ambiente cada vez más cargado. Miquel se levantó como alma que lleva el diablo, agarró a Emilio y, de nuevo, casi cayéndose por las escaleras que daban al sótano, cerró la puerta de un portazo. Abajo Ricardo no entendía que estaba pasando, cuando como un saco de nervios empapado en sangre, Miquel les explicó precipitadamente lo que había vivido allí arriba. Sin tiempo de entender nada de lo que les explicaba, Ricardo y Emilio se percataron de que aquel sótano no era un lugar normal. En un punto del mismo había una mesa en penumbra, en la que parecía que un cuerpo reposaba. El silencio inundaba aquel sótano, solo empañado por el sonido de un goteo constante y un olor fuerte que se les metía en la boca y les dejaba un extraño sabor a metal. Al acercarse a la mesa encontraron el cuerpo de un hombre mayor decapitado, del que la sangre aún brotaba. A su alrededor los tres fueron tropezándose con huesos que, en algunos casos, las ratas roían. Los tres jóvenes entraron en pánico apuntando con sus fusiles a todas direcciones, hasta que de una de las esquinas sombrías de aquel húmedo y oscuro sótano, lo que parecía el espectro de Joan, con la cabeza apenas colgando de un costado, se abalanzó sobre los chicos al grito de “¡HUIR DE AQUÍ!” que retumbó hasta lo más profundo de sus propias almas.

Sin saber como los tres encontraron unas estrechas escaleras que daban a una trampilla, que a su vez daba al exterior del caserío. Salieron corriendo como alma lleva el diablo, sin reparar en que en el exterior brillaba el sol y los pájaros cantaban alegremente. Corrieron y corrieron hasta el bosque tanto como las piernas y sus corazones acelerados les permitieron.

Tras aquello apenas nada más se supo de Miquel, Ricardo y Emilio. Dicen que tras huir del lugar terminaron encontrándose con una familia de campesinos, los cuales tras escuchar su aterradora vivencia, les dijeron que aquella casa llevaba abandonada décadas tras la muerte de sus dueños. Por lo visto un buen día la mujer de aquella casa, sospechosa de practicar brujería, asesinó a su marido y su hijo y mientras nadie la descubrió, se dedicó a recibir viajeros exhaustos o perdidos, a los que ofrecía un techo para pasar la noche y luego asesinarlos en un extraño ritual. La mujer desechaba los cuerpos en el sótano y luego se recluía en su habitación mientras se lamentaba por lo que había hecho, hasta que nuevas víctimas llamaban a su puerta. 

Algunos dicen que los tres jóvenes decidieron abandonar la lucha y huyeron para reunirse con sus familias en el exilio, decididos a no volver a hablar sobre aquello. Otros aseguran que murieron intentando liberar Barcelona de los fascistas. Lo cierto es que quienes han paseado sobre las ruinas de aquel caserío, dicen que se respira un ambiente pesado y en el que, depende de por donde te muevas de la antigua finca, el tiempo cambia mientras un leve lamento se escucha acompañado del viento que recorre el lugar.

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