Entre la niebla anunciadora.

"Es extraño errar en la niebla: cada cual está solo en ella. Ningún árbol conoce a su vecino. Cada cual está solo."
John Le Carré - Llamada para el muerto (1961).


Nos vimos obligados a replegarnos el último día de batalla. Fuimos pocos los que sobrevivimos a una masacre. Heridos tanto física como psicológicamente aguantamos hasta que nuestros mandos decidieron que aquello ya suponía suficiente sangría y, aunque reducidos en número y debilitados, nos ordenaron retroceder para reagruparnos, reabastecernos y esperar refuerzos para volver a atacar. Todos llegamos a esta guerra con la convicción de que nuestra causa era justa, de que nuestro país merecía practicamente por justicia divina arrebatar a aquellas gentes sus tierras, de que conseguiríamos nuestro objetivo practicamente sin pisar suelo enemigo, pero ahora muy lejos de nuestras familias y de nuestros hogares y tras esta dolorosa derrota, muy pocos son los que mantienen vivas esas firmes convicciones.

Cuando fui reclamado por mi país a cruzar medio mundo recuerdo que me despedí de mis padres con una enorme sonrisa y de mi prometida con un intenso beso. Atrás dejábamos una vida cómoda y prospera pero en nuestro interior sabíamos que volveríamos como grandes triunfadores, nos tomábamos aquello como una experiencia más de vida, como si a parte de a la guerra fuéramos a descubrir mundo. Lamentablemente ahora se que me equivocaba, que nuestra y mía propia vanidad y confianza desmedida no era más que nuestra debilidad y la de nuestros mandos. Aquello no era un viaje para conquistar el paraíso, ahora se que aquello era un viaje a las profundidades del infierno.

Nuestra huida fue caótica separándonos en grupos, unos más grandes que otros, en diferentes direcciones. Los que tuvimos suerte logramos alejarnos del campo de batalla y del enemigo lo suficiente para seguir huyendo y mantenernos a salvo, los que no la tuvieron en su intento de huida solo se encontraron de frente con aquellos temibles hombres que dieron buena cuenta de sus vidas.

Al caer la noche intentamos descansar refugiados en mitad de un campo, sabíamos que no es el lugar más seguro pero ¡demonios! ¿que lugar seguro hay en un país que no conocemos, que no es el nuestro y que encima nadie nos quiere con vida? Estoy mal herido, mi costado sangra justo desde el momento en que nos dieron la orden de retirada, aunque lo más gracioso de todo es que no fue un ataque enemigo el que me hirió y si una rama de un árbol partido por la mitad que entre el desconcierto no pude esquivar. Creo que pasaron unas horas hasta que noté que sangraba, solo cuando me pude relajar un instante y ser consciente de algo pude notar el calor de mi propia sangre manchando mi camisa. Los ánimos están a flor de piel precisamente porque nadie sabe como salir de esta, todos estamos acostumbrados a no ser perseguidos, a que no estén seriamente amenazadas nuestras vidas, por ello el miedo se apodera de muchos. Yo intento mantenerme alerta aunque es demasiado para mi y el sueño me vence.

Al despertar miro a mi alrededor y me encuentro completamente solo en mitad de una niebla espesa. No puedo creer que me hayan abandonado mis propios compañeros de armas, pero no les culpo ya que posiblemente hubiera actuado igual si en mi huida hubiera tenido que cargar con heridos. Lo curioso es que parece que no han dejado a más aunque algunas de las pertenencias y armas de otros soldados heridos permanecen tiradas por la tierra. Me sigue doliendo el costado aunque parece que no me impide hacer acopio de lo que pueda para seguir huyendo. La niebla no deja que los rayos del sol penetren en la tierra y con ella un misterioso silencio. Ni pájaros, ni el viento, parece que la naturaleza a decidido guardar silencio y eso me angustia aún más. Decido que no puedo seguir más tiempo allí y me dispongo a seguir las pocas huellas dejadas por los mios.

A medida que avanzo la niebla continúa espesa y el silencio casi absoluto solo roto por mis propios pasos cada vez más lentos y, en ocasiones, por sonidos de cruentas batallas. Gritos de hombres, relinchar de caballos, estruendos de guerra todos esos sonidos parecían lejanos y a la vez no, como enlatados de repente surgían de entre la niebla y no hacían más que volverme loco. Las huellas que seguía cada vez se reducían como si entre el camino varios hombres desaparecieran sin motivo aparente, hasta que algo me llamó la atención al notar como los pasos que dejaban esas huellas se convertían en huellas serpenteantes, como si mis compañeros empezaran a arrastrarse como serpientes. Aquello me asustaba y entonces mi herida dolía y sangraba más, parecía que contra más miedo más dolor y más sangre brotaba de mi cuerpo y entonces el sonar de unas campanas. Por un momento creí que había llegado a algún tipo de aldea o pueblo que hacía sonar el campanar de su iglesia, pero rápidamente entré en razón y la esperanza y fuerzas que por unos segundos quise buscar de la nada desaparecieron al recordar que en ese país la religión o lo que fuera no hacía sonar campanas. Aquellas campanas se asemejaban a unas que bien conocía yo.

Giré la vista, había estado caminando sin saberlo por un camino que bordeaba un pequeño acantilado y entonces esa maldita niebla que me había estado nublando la razón desde que desperté me permitió por fin ver. Pude ver un pueblo iluminado con una iglesia que hacía sonar un campanar. Entonces lo entendí todo, esa iglesia era la de mi pueblo natal, recordaba como siendo niño hacía sonar sus campanas de esa misma manera anunciando la muerte de algún miembro del pueblo. Entendí que sucedía, entendí que ya daba igual buscar a mis compañeros, daba igual mi herida y por supuesto daba igual esa maldita guerra... yo ya la había perdido. Pero aún quedaba algo más que revelárseme y es que tras de mí un crujir extraño me llamó la atención, era una enorme serpiente que parecía estar tragándose un cuerpo. De su boca asomaban unas botas como las mías y entendí también que aquello solo representaba la perdición de mi alma, si decidía seguir huyendo esa bestia imposible se encargaría de que jamás saliera de allí como intuía que estaba y había hecho con otros compañeros. No estaba dispuesto a que ese monstruo que tantas veces había visto desde que pisé aquella maldita tierra reptando entre matorrales se hiciera con el resto de mi ser, así que me dí la vuelta y me dirigí hacia abajo de aquel acantilado.

A medida que me acercaba a aquel campanar mi herida dolía mucho menos, apenas sangraba y mi miedo se esfumaba. Fue entonces cuando fui consciente de muchas cosas y de que mi viaje sencillamente había terminado.

FIN.

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