La maldición de Hope Mountain.
Mi nombre es Ed Chaney y fui, a los 35 años, Sheriff de un pequeño
pero prospero pueblo en las montañas más salvajes del Salvaje Oeste,
Hope Mountain. Pese a que teníamos dificultades de todo tipo, nuestra
gente era gente humilde y luchadora que lo había dejado todo atrás, en
ocasiones hasta sus propios hogares y familias, para conseguir un futuro
prospero trabajando en la montaña. Aquel lugar, pese a su extrema
dureza, parecía un buen lugar donde empezar, pero fue aquel duro
invierno lo que me hizo pensar que algo más allá de nosotros mismos, nos
estaba forzando a elegir entre el reino de los vivos o los muertos.
Cuando
me marché de la granja de mi familia jamás pensé que acabaría como
Sheriff y, mucho menos, en aquellas heladas montañas. Siempre trabajé
como vaquero atravesando grandes llanuras transportando de estado en
estado el ganado de mi familia. Pero aquello se me antojaba pequeño, por
eso decidí marcharme a conocer otros lugares y una nueva vida. Me
inicié en esto de la ley como Marshall persiguiendo a ladrones de trenes
y asesinos por medio estado, además de escoltar prisioneros peligrosos.
Me curtí en todo tipo de situaciones en las que tuve que hacer valer la
ley por encima mismo de mi vida. Pero al llegar a cierta edad quise
asentarme en un lugar y, con suerte, formar mi propia familia. Tal vez
Hope Mountain no fuera precisamente aquel lugar, pero en alguno debía
empezar.
Todo se desencadenó
aquel difícil invierno. Una extraña enfermedad empezó a contagiar a la
gente. Fiebres altas, dolorosas convulsiones y sangrados abundantes
afectaban a niños y mayores. A los enfermos les confinamos en una
cuarentena ante el temor de que propagaran la enfermedad. Todo empeoró
la noche en la que murió uno de los primeros en enfermar, era uno de los
fundadores de Hope Mountain, Karl Larson, un hombre que llegó desde el
viejo continente cuando aún era un niño. Habían tantos enfermos que
atender que no tuvimos tiempo de retirar el cuerpo de entre los demás
enfermos, además todo aquello había revuelto la convivencia en Hope
Mountain elevando el número de altercados. Parecía que todo se estaba
yendo al garete de la noche a la mañana y estaba complicando, si cabe,
mi capacidad para aplicar el cumplimiento de la ley.
Pasadas unas horas estaba en comisaría con mis dos ayudantes revisando las nuevas rutinas, cuando nos alarmaron unos gritos en plena noche que llegaban desde la improvisada enfermería. Larson o algo que se le parecía, había despertado. La escena que nos encontramos fue dantesca con William, nuestro único médico tendido en el suelo, rodeado por un charco de sangre espesa y con Larson encima suyo arrancando a mordiscos trozos de carne de su cuello. A su lado, en una de las camas preparadas para los enfermos en la que estaba tendida Lori, una de las vecinas contagiadas que agonizaba ahogándose en su propia sangre. Había sufrido un enorme mordisco que la estaba desangrando mortalmente. Al levantar la mirada y vernos, Larson profirió un grito que parecía llegar del mismísimo infierno, mientras se movía de forma torpe intentando levantarse. Estábamos casi paralizados por el terror. En su cara manchada de sangre y con ojos rojos llenos de una extraña ira, no conseguía reconocer al bueno y afable Larson que tanto luchó por levantar aquel lugar de la nada. Al erguirse hizo un movimiento rápido con intención de abalanzarse sobre nosotros. Casi instintivamente desenfundé mi Colt del 45 y le disparé entre ceja y ceja, cayendo en aquel suelo de tablones de madera como un saco cargado de arena, provocando un estruendo que hizo estremecer hasta las paredes. Todo aquello se produjo bajo la aterradora mirada de Sofía, una de las ayudantes de nuestro difunto médico, y los demás enfermos que permanecían en un estado de alto nerviosismo.
Pasadas unas horas estaba en comisaría con mis dos ayudantes revisando las nuevas rutinas, cuando nos alarmaron unos gritos en plena noche que llegaban desde la improvisada enfermería. Larson o algo que se le parecía, había despertado. La escena que nos encontramos fue dantesca con William, nuestro único médico tendido en el suelo, rodeado por un charco de sangre espesa y con Larson encima suyo arrancando a mordiscos trozos de carne de su cuello. A su lado, en una de las camas preparadas para los enfermos en la que estaba tendida Lori, una de las vecinas contagiadas que agonizaba ahogándose en su propia sangre. Había sufrido un enorme mordisco que la estaba desangrando mortalmente. Al levantar la mirada y vernos, Larson profirió un grito que parecía llegar del mismísimo infierno, mientras se movía de forma torpe intentando levantarse. Estábamos casi paralizados por el terror. En su cara manchada de sangre y con ojos rojos llenos de una extraña ira, no conseguía reconocer al bueno y afable Larson que tanto luchó por levantar aquel lugar de la nada. Al erguirse hizo un movimiento rápido con intención de abalanzarse sobre nosotros. Casi instintivamente desenfundé mi Colt del 45 y le disparé entre ceja y ceja, cayendo en aquel suelo de tablones de madera como un saco cargado de arena, provocando un estruendo que hizo estremecer hasta las paredes. Todo aquello se produjo bajo la aterradora mirada de Sofía, una de las ayudantes de nuestro difunto médico, y los demás enfermos que permanecían en un estado de alto nerviosismo.
Aquello
solo fue el principio de un horror que duró varios días. Pasamos horas
tan agónicas y en constante alerta que nos parecieron semanas. Cada
enfermo que fallecía retornaba de una manera violenta y endemoniada. No
nos cabía la menor duda de que nuestro pueblo había sido maldito, pero
¿por qué? En mis años pude conocer gente despreciable que escapaba de la
justicia, pero no entendía que podía causar tal maldición en nuestra
comunidad.
Mientras enterrábamos
varios cuerpos reparé en que una manada de lobos hacían guardia en una
de las entradas del pueblo. Misteriosamente parecían esperar algo,
aquello no podía ser una buena señal. Fue entonces cuando la decena de
personas que no estábamos contagiados decidimos marcharnos del lugar.
Decidimos que valía la pena arriesgarnos a atravesar el fuerte temporal,
que resistir un día más en aquel lugar infernal. Pero para ello
debíamos hacer frente a nuestros propios pecados y abandonar a la
veintena de enfermos, algunos de ellos niños y niñas. No podíamos
exponerlos a un viaje de casi tres días por culpa de la tormenta que los
mataría, ni exponernos a nosotros mismos a un contagio, ni a que
retornaran a mitad de camino o ya en plena civilización. Aquella fue una
de las decisiones más duras que tomé en mi vida y que estoy seguro me
perseguirá el resto de mi existencia.
Cuando
la última diligencia salió del pueblo pude ver como aquellos lobos
entraron en el pueblo y se colocaron justo en la entrada, sellada antes
de irnos, de la barraca que albergaba la cuarentena. Aquella imagen
acompañada de los lamentos de nuestros vecinos y amigos allí encerrados,
me hizo sentir un doloroso nudo en el estómago, a parte de la sensación
de haber perdido mucho en aquel endiablado invierno.
El
camino será duro y muy probablemente pocos de los supervivientes logren
sobrevivir. Por ello yo Ed Chaney, Sheriff de Hope Mountain y antiguo
Marshall de los Estados Unidos, me dispongo a guiar a los pocos que
quedan de mi pueblo hasta un lugar seguro. Si no logramos sobrevivir y
contar esta historia, espero que estas líneas sirvan para ahuyentar a
incautos y curiosos, pues en Hope Mountain ya no hay esperanza...
FIN.
FIN.
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