Entierros prematuros del siglo XVIII.

En pleno siglo XVIII la medicina moderna tal y como la conocemos apenas aún arrancaba. Muchos médicos se basaban en antiguas creencias y pseudociencias para tratar a enfermos, diagnosticar enfermedades conocidas y decidir sus tratamientos, incluso declarar la defunción de cualquier persona no era algo que fuera fácil ya que los conocimientos eran limitados incluso para eso. Pese a ello existían métodos poco ortodoxos para certificar la muerte real de una persona como clavar alfileres por debajo de las uñas, cortar las plantas de los pies, pellizcar los pezones, estirar la lengua, hacer sonar fanfarrias junto al oído del supuesto difunto o introducir una cucaracha por el oído eran esos métodos en muchas ocasiones llevados a cabo por instrumental muy rudimentario. Y es que uno de los principales problemas que podía tener un médico que tuviera que diagnosticar la muerte de alguien, era que ese alguien podría no estar muerto y por tanto ser enterrado en vida, algo bastante común en aquellos tiempos.



Durante el siglo XVIII diferentes enfermedades marcaron el día a día de muchas personas que vivían bajo el temor a la muerte y sobretodo a ser enterrados sin estar muertos. A ese miedo se le llama Tapefobia y trata sobre la fobia a ser declarados muertos prematuramente y enterrados en vida. El síndrome que relantiza el ritmo cardiaco y otras funciones vitales de nuestro cuerpo hasta parecer que realmente estamos muertos se le llama Catalepsia, pero en aquellos tiempos se desconocía la catalepsia y el solo hecho de no respirar o no localizar el ritmo cardiaco era prueba evidente de la muerte del paciente, pero no siempre era así. Entre la sociedad empezó a circular ese temor por lo que se prepararon recintos donde se almacenaban a los difuntos para que los familiares pudieran vigilarlos por si despertaban. Solo cuando la putrefacción hacía presencia en el cuerpo del difunto se le daba absolutamente por muerto/a, aunque no era raro que alguien despertara rodeado de cadáveres. Debido a esto las funerarias que albergaban gran cantidad de cuerpos expuestos durante días llenaban de flores y rosas el recinto, no para dar un toque de color al lugar y si para paliar el hedor de putrefacción de muchos de esos cuerpos.

En 1896 una funeraria de Estados Unidos hizo un estudio que determinaba que el 2% de los cadáveres que se exhumaban habían sido declarados muertos y enterrados bajo los efectos de la catalepsia que provocaba una animación suspendida. Fue durante aquel siglo que partir de entonces muchos quisieron sacar tajada de esos miedos e idearon proyectos para la construcción de tumbas de seguridad. Algunas de esas tumbas de seguridad para gente adinerada tenían desde ventilación, una pequeña ventana que dejaba ver al difunto y un sistema de accionamiento manual de una campana que funcionaba como alarma en el caso de despertar dentro del ataúd, además de desplegar una pequeña bandera para ser más visible. Automáticamente acudiría el personal del cementerio a desenterrar a la persona. Es por ello que se popularizó la frase que incluso hoy utilizamos "salvado por la campana". Las tumbas más modestas solo tenían un sistema de seguridad que consistía en atar  a dedos de manos y pies unas cuerdas que estaban conectadas con una campana en el exterior, para que cuando el no difunto despertara hiciera sonar la campana para ser auxiliado.




La sola idea de ser enterrado en vida despierta un profundo terror. Se ha estudiado incluso cuanto tiempo se podría sobrevivir bajo tierra enterrado en un ataúd a la espera de ser rescatados. Como máximo podríamos sobrevivir unas 5 horas, aunque bastante antes nos intoxicaríamos con nuestro propio dióxido de carbono que exhalamos al respirar haciéndonos entrar en coma irreversible hasta morir por la falta de oxígeno. Las historias y leyendas de personas enterradas en vida que tras ser exhumadas son encontradas con la cara desencajada de terror y las uñas completamente arrancadas de los dedos tras arañar la tapa del ataúd, nos muestra tal vez una de las caras más horribles de la muerte.

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