Sobrevivir al destino.
Era mediodía un nublado pero caluroso día de julio en Barcelona. Adrián se desplazaba en su coche hasta el trabajo en mitad de un molesto atasco. Era uno de esos días en los que la ciudad estaba colapsada debido a unos de esos típicos y molestos atascos de tráfico, motivados por huelgas, problemas de trenes… como dirían por algún medio, “una tormenta perfecta”. Todo ello cuidadosamente mezclado con un bochorno que se multiplicaba dentro del coche. Adrián estaba casado con Claudia, que trabajaba en el centro de la ciudad, tenían dos hijos Elena, la mayor y Marcos, el pequeño. Tras recorrer la calle Aragón, llegó hasta la calle Tarragona, que conectaba con la conocida y doblemente transitada aquel día Plaza España. El semáforo que daba paso a su enorme rotonda estaba en rojo, cuando Adrián vio algo extraño a lo lejos.
Parecía que la gente que bajaba apresurada desde lo alto de la Fuente de Montjuic, hasta cruzar las Torres Venecianas. Intentó incorporarse un poco para observar mejor, cuando apreció como desde arriba de la montaña bajaba lentamente una niebla espesa. Fue en ese momento cuando parte de la marabunta de gente que se disgregaba por diferentes puntos de la ciudad, llegó hasta donde él estaba. La gente empezaba a salir de sus vehículos al no poder avanzar con ellos y corría asustada. Adrián entendió que no iba a ser una buena idea quedarse allí, así que agarró su mochila y su móvil y se marchó a la carrera. La cantidad de gente que subía desde la calle le impedía volver sobre sus pasos, así que de alguna manera se dejó llevar.
Parecía que la gente que bajaba apresurada desde lo alto de la Fuente de Montjuic, hasta cruzar las Torres Venecianas. Intentó incorporarse un poco para observar mejor, cuando apreció como desde arriba de la montaña bajaba lentamente una niebla espesa. Fue en ese momento cuando parte de la marabunta de gente que se disgregaba por diferentes puntos de la ciudad, llegó hasta donde él estaba. La gente empezaba a salir de sus vehículos al no poder avanzar con ellos y corría asustada. Adrián entendió que no iba a ser una buena idea quedarse allí, así que agarró su mochila y su móvil y se marchó a la carrera. La cantidad de gente que subía desde la calle le impedía volver sobre sus pasos, así que de alguna manera se dejó llevar.
Cruzó la Plaza España y se metió por la segunda salida de la rotonda en dirección a la Avenida Gran Vía, por la que corrió unos metros. Cuando miró hacía atrás, pudo ver como aquella niebla engullía implacable todo lo que se cruzaba a su paso. Ya empezaba a estar algo agotado cuando pudo ver lo que parecía una carnicería de barrio con la persiana a medio cerrar, con un hombre con gafas gruesas y delantal que asomaba la cabeza. Adrián se hizo paso a empujones hasta allí y, sin pedir permiso ni detenerse un instante, entró en aquel local empujando a aquel hombre dentro. Una vez dentro se dirigió a la puerta para cerrarla cuando una chica joven se metió de golpe visiblemente nerviosa y llorando, entonces cerró y echó el pestillo.
Apartándose de la entrada, Adrián cayó de espaldas al suelo, donde se quedó un buen rato intentando recuperar algo de aliento. Detrás suyo, de pie mirando con una cara de entre preocupación y sorpresa, quién parecía que era el dueño de aquella carnicería con su largo delantal blanco, manchado con restos de sangre y aquella chica que no dejaba de llorar, acurrucada en una esquina con la cara descompuesta por el miedo. Pasado unos segundos, ninguno de los allí presentes logró articular palabra, mientras se escuchaban las carreras y los gritos de la gente que aún intentaba huir, hasta que aquellos gritos se fueron apagando a medida que aquella extraña niebla se adueñaba del lugar. Pronto se dejó de ver el exterior para pasar a solo verse una niebla tan espesa que podría cortarse con un cuchillo. De repente una voz se escuchó allí dentro: "¿Quienes sois?, ¿Qué está pasando?" Era el hombre del delantal que parecía haber decidido ser la primera persona en hablar.
- Mira, lo siento, pero no tuve más remedio y no podía detenerme a preguntar. Lo siento.. Le contestó Adrián.
- Pero, esta es mi carnicería y no era mi intención ayudar a nadie. Replicó aquel hombre.
- De acuerdo, tal vez no lo hayas entendido, pero allí afuera están pasando cosas extrañísimas ¿o porqué crees que corría la gente de esa manera?. Dijo Adrián casi encarándose con aquel hombre.
- Lo siento, es que todo era muy extraño y estaba preocupado por mi mujer. Mi nombre es Miguel. Entonces, ¿sabes que está sucediendo?. Preguntó mientras miraba hacía la calle por el ventanal que presidía la carnicería.
Adrián le explicó todo lo que había visto y vivido con pelos y señales. No tenía ni idea de que era esa niebla de la que huía la gente, solo que la había visto bajar por la montaña rodeada de caos. Teorizaba con un posible atentado terrorista o un accidente químico, fuera lo que fuera aquello mataba a la gente, pues a todo aquel que tocaba aquella niebla moría casi al instante. Cuando parecía que los ánimos se habían calmado, Adrían se interesó por la chica: "Me llamo Bea, salía del gimnasio con mi chico y entonces… nos encontramos con todo aquello. Salimos corriendo y le perdí entre la gente. Lo perdí y ahora no se si estará a salvo". Bea volvió a llorar desconsoladamente. Adrián decidió entonces que era el momento de intentar averiguar si su familia estaba bien.
Llamó a su suegra que le aseguró que sus niños estaban bien y que sus padres estaban en su casa. La niebla había llegado al barrio justo cuando los padres de Adrián llegaron para recoger a sus nietos y llevárselos el resto del día con ellos, por lo que todos se refugiaron allí. "Hijos papá os quiere. Hacer caso a los abuelos y no salir para nada de casa. Cuando esto termine iré con vosotros" Le dijo a sus niños. "No abráis ninguna puerta ni ventana. Manteneros a salvo hasta que llegue la ayuda", le dijo a sus padres y su suegra. Adrián intentó localizar a su mujer, pero ella no descolgaba el teléfono. Fue entonces cuando recibió la llamada de su hermano.
- Adrián, ¿estas bien? Preguntó su hermano.
- Sí. Tuve que dejar el coche tirado en Plaza España y salir corriendo. Aquello era una puta locura. ¿Estás bien?.
- Justo llegué a casa y no encontré a los papas, cuando aquella niebla empezó a cubrir la calle. La gente empezó a gritar y morir... joder no había pasado tanto miedo en mi vida. Dijo con la voz entre cortada.
- Es una locura. ¿Sabes algo de Claudia? no consigo que me coja el teléfono.
- Que va...
- De acuerdo, pues dejaré la línea libre un rato para ver si me llama. Estoy muy preocupado. Enciérrate completamente en casa, no habrás nada y no dejes que esa niebla entre. Los los papas están junto a los niños con mi suegra, sanos y salvo. Te veo pronto. Se despedía mientras colgaba.
Mientras hablaba por teléfono vio que Miguel se llevaba a la desconsolada Bea detrás de una puerta, cogida de los hombros mientras intentaba consolarla. Él también estaba al borde del lloro, pero se contuvo mientras se repetía: "cuando vuelva con mi familia ya habrá tiempo".
Adrián se acercó a aquella puerta cuando, a punto de girar el pomo de la misma, Miguel apareció algo apresurado poniéndose de por medio como intentando que no pudiera entrar allí.
- ¿Sucede algo? ¿Está bien Bea? Le preguntó.
- Sí, tranquilo. Le he preparado una valeriana y ahora parece que empieza a estar más tranquila. Dice que quiere estar sola. Yo no la molestaría. Contestó algo nervioso.
- Bien, la dejaremos descansar. ¿Tienes alguna radio por aquí, un televisor, ordenador?
- No... la verdad es que no.
- Vale... ¿sabes algo de tú mujer?.
- ¿Eh?. Contestó desconcertado. No... no tengo mujer. ¿La tuya que tal? ¿Has conseguido localizarla?.
Aquella contestación le llamó la atención. Entre toda esa locura recordaba perfectamente que le había dicho que estaba preocupado por su mujer y ¿ahora no la tiene? Decidió pasearse con calma por el mostrador hasta llegar a la altura de una especie de diploma o certificado que colgaba de la pared. Aquel documento mostraba un nombre: Andrés Sallent Vilarrubí. Algo raro pasaba, Miguel o quién fuera ese hombre no era el dueño de aquella carnicería. Fue entonces cuando decidió que ya era hora de aclarar aquello.
- Vale. ¿Que hay detrás de esa puerta, MIGUEL? Le espetó Adrián.
- Ya te he dicho que está Bea descan... Entonces ese hombre cambió el gesto de la cara mostrándose alarmantemente serio, mientras miraba fijamente a Adrián.
Los dos se miraron fijamente y entonces Adrián entendió que algo malo iba a suceder. Estaban los dos detrás del mostrador y echó la mirada encontrando un cuchillo grande de carnicero. En segundos los dos se lanzaron a por el cuchillo, forcejeando y golpeándose con fuerza. Tras varios golpes contra el mostrador, aquel hombre demostró tener una fuerza desmedida agarrando a Adrián hasta lanzarlo por encima del mostrador, cayendo a peso muerto sobre el suelo. Sin tiempo parar dolerse del golpetazo, Adrián se arrastró rápido hasta la entrada de la carnicería con aquel hombre que se acercaba ya con el cuchillo en una mano y los ojos llenos de ira. Adrián agarró una de esas barras finas de hierro que se utilizan para bajar las persianas de los locales y con un movimiento rápido, golpeó fuerte la cara de ese loco, que cayó al suelo soltando el cuchillo mientras parecía que convulsionaba sangrando abundantemente por la cabeza.
Adrián no se lo terminaba de creer, en mitad de ese maldito apocalipsis, estuvo a punto de morir a manos de un loco psicópata. Recogió el cuchillo y sin dejar de mirarle, se dirigió hasta la puerta de atrás donde aquel loco se dirigió con Bea. Lo que descubrió allí dentro fue dantesco, sobre una mesa grande de madera había el cuerpo de un hombre a medio descuartizar. En el suelo, con el cuello cortado y desangrándose estaba Bea. Adrián solo logró vomitar de la impresión. Para cuando se giró aquel loco asesino ya no estaba allí tirado y la puerta de la carnicería estaba abierta. Por un momento el corazón casi le sale del pecho al ver esa puerta abierta, pero la niebla había desaparecido. Inexplicablemente no había ni rastro de aquella niebla y aquel asesino, posiblemente, había aprovechado el momento para huir del lugar.
Al salir de allí, Adrián se encontró un montón de cuerpos de la gente que no logró escapar de la niebla tirados por la calle, cuando su teléfono sonó. Era un número que no conocía. Adrián medio en shock descolgó el teléfono.
- ¿Quién es? contestó con la voz medio rota.
- Cariño, soy yo. Que alegría que estés bien. Perdí el teléfono cuando corrimos a refugiarnos en un restaurante. Creí que no iba a volver a escucharte jamás.
Era su mujer que muy emocionada lograba contactar con él. Adrián se dejó caer de rodillas al suelo y entonces lloró como jamás había llorado.
FIN.
Apartándose de la entrada, Adrián cayó de espaldas al suelo, donde se quedó un buen rato intentando recuperar algo de aliento. Detrás suyo, de pie mirando con una cara de entre preocupación y sorpresa, quién parecía que era el dueño de aquella carnicería con su largo delantal blanco, manchado con restos de sangre y aquella chica que no dejaba de llorar, acurrucada en una esquina con la cara descompuesta por el miedo. Pasado unos segundos, ninguno de los allí presentes logró articular palabra, mientras se escuchaban las carreras y los gritos de la gente que aún intentaba huir, hasta que aquellos gritos se fueron apagando a medida que aquella extraña niebla se adueñaba del lugar. Pronto se dejó de ver el exterior para pasar a solo verse una niebla tan espesa que podría cortarse con un cuchillo. De repente una voz se escuchó allí dentro: "¿Quienes sois?, ¿Qué está pasando?" Era el hombre del delantal que parecía haber decidido ser la primera persona en hablar.
- Mira, lo siento, pero no tuve más remedio y no podía detenerme a preguntar. Lo siento.. Le contestó Adrián.
- Pero, esta es mi carnicería y no era mi intención ayudar a nadie. Replicó aquel hombre.
- De acuerdo, tal vez no lo hayas entendido, pero allí afuera están pasando cosas extrañísimas ¿o porqué crees que corría la gente de esa manera?. Dijo Adrián casi encarándose con aquel hombre.
- Lo siento, es que todo era muy extraño y estaba preocupado por mi mujer. Mi nombre es Miguel. Entonces, ¿sabes que está sucediendo?. Preguntó mientras miraba hacía la calle por el ventanal que presidía la carnicería.
Adrián le explicó todo lo que había visto y vivido con pelos y señales. No tenía ni idea de que era esa niebla de la que huía la gente, solo que la había visto bajar por la montaña rodeada de caos. Teorizaba con un posible atentado terrorista o un accidente químico, fuera lo que fuera aquello mataba a la gente, pues a todo aquel que tocaba aquella niebla moría casi al instante. Cuando parecía que los ánimos se habían calmado, Adrían se interesó por la chica: "Me llamo Bea, salía del gimnasio con mi chico y entonces… nos encontramos con todo aquello. Salimos corriendo y le perdí entre la gente. Lo perdí y ahora no se si estará a salvo". Bea volvió a llorar desconsoladamente. Adrián decidió entonces que era el momento de intentar averiguar si su familia estaba bien.
Llamó a su suegra que le aseguró que sus niños estaban bien y que sus padres estaban en su casa. La niebla había llegado al barrio justo cuando los padres de Adrián llegaron para recoger a sus nietos y llevárselos el resto del día con ellos, por lo que todos se refugiaron allí. "Hijos papá os quiere. Hacer caso a los abuelos y no salir para nada de casa. Cuando esto termine iré con vosotros" Le dijo a sus niños. "No abráis ninguna puerta ni ventana. Manteneros a salvo hasta que llegue la ayuda", le dijo a sus padres y su suegra. Adrián intentó localizar a su mujer, pero ella no descolgaba el teléfono. Fue entonces cuando recibió la llamada de su hermano.
- Adrián, ¿estas bien? Preguntó su hermano.
- Sí. Tuve que dejar el coche tirado en Plaza España y salir corriendo. Aquello era una puta locura. ¿Estás bien?.
- Justo llegué a casa y no encontré a los papas, cuando aquella niebla empezó a cubrir la calle. La gente empezó a gritar y morir... joder no había pasado tanto miedo en mi vida. Dijo con la voz entre cortada.
- Es una locura. ¿Sabes algo de Claudia? no consigo que me coja el teléfono.
- Que va...
- De acuerdo, pues dejaré la línea libre un rato para ver si me llama. Estoy muy preocupado. Enciérrate completamente en casa, no habrás nada y no dejes que esa niebla entre. Los los papas están junto a los niños con mi suegra, sanos y salvo. Te veo pronto. Se despedía mientras colgaba.
Mientras hablaba por teléfono vio que Miguel se llevaba a la desconsolada Bea detrás de una puerta, cogida de los hombros mientras intentaba consolarla. Él también estaba al borde del lloro, pero se contuvo mientras se repetía: "cuando vuelva con mi familia ya habrá tiempo".
Adrián se acercó a aquella puerta cuando, a punto de girar el pomo de la misma, Miguel apareció algo apresurado poniéndose de por medio como intentando que no pudiera entrar allí.
- ¿Sucede algo? ¿Está bien Bea? Le preguntó.
- Sí, tranquilo. Le he preparado una valeriana y ahora parece que empieza a estar más tranquila. Dice que quiere estar sola. Yo no la molestaría. Contestó algo nervioso.
- Bien, la dejaremos descansar. ¿Tienes alguna radio por aquí, un televisor, ordenador?
- No... la verdad es que no.
- Vale... ¿sabes algo de tú mujer?.
- ¿Eh?. Contestó desconcertado. No... no tengo mujer. ¿La tuya que tal? ¿Has conseguido localizarla?.
Aquella contestación le llamó la atención. Entre toda esa locura recordaba perfectamente que le había dicho que estaba preocupado por su mujer y ¿ahora no la tiene? Decidió pasearse con calma por el mostrador hasta llegar a la altura de una especie de diploma o certificado que colgaba de la pared. Aquel documento mostraba un nombre: Andrés Sallent Vilarrubí. Algo raro pasaba, Miguel o quién fuera ese hombre no era el dueño de aquella carnicería. Fue entonces cuando decidió que ya era hora de aclarar aquello.
- Vale. ¿Que hay detrás de esa puerta, MIGUEL? Le espetó Adrián.
- Ya te he dicho que está Bea descan... Entonces ese hombre cambió el gesto de la cara mostrándose alarmantemente serio, mientras miraba fijamente a Adrián.
Los dos se miraron fijamente y entonces Adrián entendió que algo malo iba a suceder. Estaban los dos detrás del mostrador y echó la mirada encontrando un cuchillo grande de carnicero. En segundos los dos se lanzaron a por el cuchillo, forcejeando y golpeándose con fuerza. Tras varios golpes contra el mostrador, aquel hombre demostró tener una fuerza desmedida agarrando a Adrián hasta lanzarlo por encima del mostrador, cayendo a peso muerto sobre el suelo. Sin tiempo parar dolerse del golpetazo, Adrián se arrastró rápido hasta la entrada de la carnicería con aquel hombre que se acercaba ya con el cuchillo en una mano y los ojos llenos de ira. Adrián agarró una de esas barras finas de hierro que se utilizan para bajar las persianas de los locales y con un movimiento rápido, golpeó fuerte la cara de ese loco, que cayó al suelo soltando el cuchillo mientras parecía que convulsionaba sangrando abundantemente por la cabeza.
Adrián no se lo terminaba de creer, en mitad de ese maldito apocalipsis, estuvo a punto de morir a manos de un loco psicópata. Recogió el cuchillo y sin dejar de mirarle, se dirigió hasta la puerta de atrás donde aquel loco se dirigió con Bea. Lo que descubrió allí dentro fue dantesco, sobre una mesa grande de madera había el cuerpo de un hombre a medio descuartizar. En el suelo, con el cuello cortado y desangrándose estaba Bea. Adrián solo logró vomitar de la impresión. Para cuando se giró aquel loco asesino ya no estaba allí tirado y la puerta de la carnicería estaba abierta. Por un momento el corazón casi le sale del pecho al ver esa puerta abierta, pero la niebla había desaparecido. Inexplicablemente no había ni rastro de aquella niebla y aquel asesino, posiblemente, había aprovechado el momento para huir del lugar.
Al salir de allí, Adrián se encontró un montón de cuerpos de la gente que no logró escapar de la niebla tirados por la calle, cuando su teléfono sonó. Era un número que no conocía. Adrián medio en shock descolgó el teléfono.
- ¿Quién es? contestó con la voz medio rota.
- Cariño, soy yo. Que alegría que estés bien. Perdí el teléfono cuando corrimos a refugiarnos en un restaurante. Creí que no iba a volver a escucharte jamás.
Era su mujer que muy emocionada lograba contactar con él. Adrián se dejó caer de rodillas al suelo y entonces lloró como jamás había llorado.
FIN.
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